ASOCIACIÓN EL VOLCÁN

Los enfermos de TP encuentran numerosas dificultades para desenvolverse satisfactoriamente en la vida. Suelen tener problemas en sus relaciones sociales o para mantener un puesto de trabajo. Toleran mal la frustración y pueden comportarse de modo agresivo. Tienden a emprender multitud de proyectos que suelen terminar en otros tantos fracasos; o bien optar por una actitud pasiva. Como consecuencia de todo ello, experimentan un gran malestar que hace muy difícil que se sientan felices.

Los familiares más cercanos asisten a esta dolorosa situación, y tratándose de personas muy queridas, no pueden evitar sentir una profunda pena por ellos. Desearían que tuvieran éxito en la vida, buenos amigos, que disfrutaran de una vida estable y autónoma, que fueran felices.

Los familiares se mueven entre la rabia, la impotencia y la resignación, sin dejar de sentir pena. Y es completamente lógico.

Pero si algo no necesitan los enfermos de TP es pena. Necesitan estímulos, refuerzos, límites, supervisión, confianza, cariño y respeto. Pero no pena.

La pena de los familiares es comprensible y es humana. Pero no ayuda a los enfermos en lo más mínimo. Muy al contrario, la pena se convierte en un importante obstáculo para su mejora. Por una parte porque los enfermos perciben esa pena que despiertan en sus seres queridos, lo que perjudica su autoestima y puede hacerles asumir que ellos son inferiores, que no pueden hacer lo que otros hacen, y que no merece la pena intentarlo.

Y por otra parte porque ese sentimiento ahoga a los familiares y los paraliza, impidiéndoles actuar de una manera más coherente, más firme, y sobre todo más eficaz para el bien de los enfermos.

No hay que confundir el la pena con el cariño. Podemos dar mucho cariño sin dejarnos arrastrar por la pena.

Los familiares de enfermos de TP se ven obligados a hacer muchos sacrificios por los enfermos. El primero de ellos debería ser aprender a expulsar la pena de su ánimo.